Hace ya un año del cambio de ubicación de este blog, y la verdad es que tengo que dar las gracias por las más de 7000 visitas recibidas. Hoy voy a recuperar un tema del que ya hablé en el antiguo blog. Se trata de los viajes y cómo éstos han ido cambiando a lo largo del tiempo. Os pongo un ejemplo, hasta la Ilustración el viajero acudía a los
lugares santos para buscar la salvación; ése era el objetivo del viaje, acudir
a los centros de peregrinación (Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela, etc.).
Poco a poco los objetivos de los viajes se
fueron ampliando, así por ejemplo tras el descubrimiento de América se
realizaron viajes al “nuevo mundo” buscando riquezas, reconocimiento y también
con la ambición y curiosidad de descubrir lo desconocido. Si España fue quien
lideró los viajes a América, Portugal hizo lo propio con el Sur y Este de
África.
Sin embargo, a partir de
la Ilustración la necesidad de conocimiento impulsó nuevos viajes, en este caso
por Europa con el conocido como Grand Tour. Se consideraba como una etapa
necesaria de la educación y el conocimiento de los jóvenes. En estas giras
participaron mayoritariamente miembros de familias británicas acomodadas que
durante dos o tres años realizaban un recorrido con Europa que podía variar
pero que siempre pasaba por Italia. Los libros sobre arte greco-romano y arte
renacentista italiano de Johann Winckelmann tuvieron gran éxito internacional e
hizo que la parada por Roma y Florencia fuera casi obligatoria. Por lo tanto,
en este caso el objetivo era la formación cultural.
En el siglo XVIII aumentan notablemente los viajes a sitios exóticos, como los realizados por
Alexander von Humboldt al Nuevo Continente. La motivación principal de estos
viajes era la ampliación de conocimientos aunque la financiación de estos
viajes por parte del Estado seguía unos criterios económicos y de prestigio
ante los otros estados. En el siglo XIX continuaron estos viajes a lujares
lejanos, en concreto al continente americano pero también se revive una
inclinación hacia la antigüedad clásica. De esta forma, se retoma el interés
por Grecia, o por la civilización egipcia. En este caso promovido en buena
medida por la expedición que se realizó bajo el mandato de Napoleón. A raíz de
esta expedición se realizó la “Description de l´Ègipte” con varias
ilustraciones de las pirámides, palacios, templos y otras construcciones que
despertaron la curiosidad y el deseo de conocimiento de esta civilización por
parte de los franceses y de Europa por extensión. Este deseo de acercarse a lo
desconocido, a civilizaciones antiguas ya no existentes es la base del viajero
romántico. Ya no se trata sólo de adquirir conocimientos sino que se pretende
hacer un viaje hacia el pasado y transmitirlo a la cultura del presente. De
esta forma surgen los museos etnológicos en Berlín, Roma, Londres, Paris…
Esto no quiere decir que
no continuaran los viajes por Europa. Al contrario, con la llegada de las
líneas regulares por barco y la extensión de la red de ferrocarril los viajes
fueron aumentando. Incluso surgieron las primeras compañías de viaje. Nace ya
el concepto de turista, al que sigue el afán de conocer nuevos lugares y nuevas
culturas, pero ya no entendido como un viaje iniciático al modo de Grand Tour.
La decisión del lugar de destino está relacionada con los monumentos. Es decir,
el viajero-turista buscaba como destino lugares emblemáticos, como puede ser la
Alhambra en el caso de España.
A medida que avanza el
siglo XIX y nos vamos acercando al XX el viajero se va diferenciando en dos
grupos:
En un primer lugar,
estaría el turista de la Belle Epoque. Las motivaciones de este viajero están
ahora más relacionadas con el prestigio y la significación social que el
conocimiento del Patrimonio histórico-artístico de cada país. En ese sentido
serán lugares emblemáticos de este tipo de turismo europeo (y a partir del
siglo XX norteamericano) las principales capitales, especialmente París, y las
ciudades con balneario, casino, o cualquier otro lugar que se pusiera de moda
por veranear miembros de la familia real, como por ejemplo, Biarritz, San
Sebastián, Santander. El viaje ya no era una aventura sino que se buscaba todo
tipo de comodidades y atenciones. El viajero de la Belle Epoque fue visto como
una fuente de ingresos por parte del Estado por lo que se buscó a través de
diversos organismos del Estado, como la Comisión Nacional de Turismo luego
llamada Comisaría Regia del Turismo, el avance tanto de las comunicaciones para
facilitar la llegada de turistas, como la creación de nuevos alojamientos.
Estos alojamientos eran tanto una infraestructura de hoteles de lujo en los
principales puntos del país, como la creación de los Paradores Nacionales.
En segundo lugar,
encontramos el Excursionismo, muy influenciado por la literatura de viajes
anterior y un cierto desengaño de la
ciudad que provoca el deseo de volver a la naturaleza. Una vez más, serán las
clases acomodadas inglesas las que inicien viajes para conocer y escalar
montañas. De hecho en 1857 se crea el Alpine Club, si bien pocos años más tarde
se crean sociedades similares en Suiza, Austria, Alemania e Italia. Hubo que
esperar algunos años más para la constitución del Centre Excursionista de
Catalunya en 1891, surgido de la fusión de pequeñas asociaciones alpinistas. Su
objetivo era no sólo lúdico sino que gracias a las excursiones se pretendía el
estudio de Cataluña. La Sociedad Española de Excursiones creada en Madrid en
1898 fue más allá al contar entre sus objetivos con el deseo de conocer los monumentos
y facilitar su conservación.
Poco a poco, sin
embargo, el concepto de turismo ya no se entiende ligado al patrimonio o
monumento sino que se va conformando lo que luego sería el llamado turismo de
masas, especialmente a partir de 1951, año en el que se crea el Ministerio de
Información y Turismo en el franquismo. Este turismo ya no está enfocado en los monumentos y pierde su carácter intelectual. Se busca sol y playa. Eso hace que el patrimonio ya no sea
prioritario para el Estado aunque comienza a ser valorado por la población como
un bien que hay que proteger. A pesar de las Guerras Mundiales y de la
consecuente destrucción de monumentos, es en el siglo XX cuando aparecen las
diferentes formulaciones para salvaguardar el patrimonio, como la Carta de
Atenas de 1931 o Documento de la Convención de la Haya en 1954 en el que ya se
empieza a hablar de Bien Cultural.
Muy interesante, qué bibliografía has usado?
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